El
periodo de envejecimiento es una prerrogativa
pero constituye también una situación de
adversidad. Es que no todos los mortales pasan
bien la raya de los 60, y si no padecen de una
patología de cuidado sufren vicisitudes de otra
naturaleza, como por ejemplo la viudez, la
pobreza, la pérdida de su círculo de amigos o
conocidos, en fin, se podría seguir enumerando
una larga lista de desgracias que impiden
naturalmente el libre desarrollo de un ser
humano.
Sin
embargo, no todo es tragedia en el ocaso de la
existencia. Pero hay que reconocer que esos
episodios vividos marcan de diferentes maneras a
los individuos tornando su carácter en taciturno
o introvertido, lo que se traduce en un temor a
hacer nada que pueda perjudicar su tranquilidad
o ese mundo interior que se han fabricado para
protegerse de las injurias de una sociedad que
no los comprende y que avasalla en forma
violenta e incontenible.
De
ahí proviene ese miedo a gozar aquello que la
comunidad malo o bien ofrece, por ejemplo, la
tranquilidad de un parque, la conversación con
un vecino, el paseo con el perro, la banca de la
calle, el saludo del vendedor de periódicos,
etc.
Y
eso es lo que demuestra en forma hilarante una
coproducción hispano argentina que, dirigida por
Marcos Carnevale, irrumpe en las pantallas como
una gran llamada de atención para grandes y
chicos. Es una lección de esas que pocas veces
trae el arte cinematográfico con tanto apego a
la realidad y a la cotidianidad de los seres
humanos.
Con
actuaciones de dos actores viejos en la
realidad, ambos de gran trayectoria, es un
himno a la vida sin importar los años que
llevemos sobre la faz de la tierra. La historia
de esta pareja de octogenarios que se conocen de
casualidad constituye un espejo para muchos que
se encuentran en la misma circunstancia que no
se pueden dar el lujo de echar su cana al aire
por cuestiones económicas, por sentimentalismos,
por prejuicios, y por un sinnúmero de factores
que en la tercera edad siempre están presentes.
Pero por encima de la soberbia actuación de la
argentina China Zorrilla es digno de rescatar
una serie de elementos que hacen de la cinta un
clásico que perdurará en la memoria y en los
comentarios de espectáculos de la prensa. Ahí
esta representada la existencia misma,
tipificada en un viudo y su soledad, en una
mujer descocada aún a los 80 que no ha dejado de
soñar (como muchas), en un círculo familiar que
en ambos casos únicamente está interesado en su
propia suerte, en la cercanía de la muerte, y en
el reconocimiento de que el tiempo en este
planeta es un don que hay que disfrutarlo de la
mejor manera cuando se sabe cercana la partida.
Y
allí precisamente reside su mejor enseñanza y su
mayor logro, el conseguir imprimir en el
espectador el propósito de vivir a plenitud su
presente no importa la edad, las enfermedades,
los escasos recursos económicos, porque se puede
temer a la muerte como es lógico a lo
desconocido, pero no se debe temer a vivir los
años que vendrán.